miércoles, 3 de junio de 2009

Club de noche


Luces rojas. Sillones pequeños, rojos y gelatinosos, jóvenes semidesnudas cubiertas apenas por diminutas prendas de encaje barato, sostenes adornados con piedras de fantasía que simulan diamantes. Son imágenes que desde hace una semana danzan en el escenario febril de mi memoria.

Y es que hace una semana precisamente que realizo un trabajo de investigación sobre los llamados “night club” de Trujillo, y la curiosidad puede más que la responsabilidad en este caso, curiosidad por ver esos cuerpos casi desnudos bailando y girando en un tubo de metal. Estos clubes nocturnos donde se reúnen personajes que desvisten con la mirada a las “ardientes charapitas” traídas desde el oriente, personajes que seguramente golpeados por el amor encuentran algo de refugio entre los sensuales movimientos y los labios rojos de las bailarinas. Estos clubes son mi punto de partida para una nueva historia.

“Ropoggi” es el nombre del único club nocturno al cual pude ingresar con una cámara y grabar cómo una bailarina era admirada por uno que otro sujeto que impaciente por ver el espectáculo calmaba sus ansias con un vaso de “cerveza heladita” y un cigarro que, del que ascendía una voluta enorme de humo gris, gris como la plataforma en la que se daba inicio al espectáculo con una suave pista musical y la bailarina semidesnuda toqueteándose con el tubo de acero.

A mi mano derecha, la barra, atendido por un barman improvisado que me sonríe mientras paso la mirada por todo el local. A mi izquierda unas escaleras, a mi lado Paul, el dueño del negocio, de unos 26 años a lo mucho, algo regordete con los pelos parados al “estilo Beckham” me dice mientras las carcajadas de los clientes inundan el local.

¿Hacia donde llevan las escaleras? Le pregunto a Paul que me responde casi al instante: “Son los salones privados”, subo las angostas escaleras y veo tres habitaciones. Son pequeñas, cada una con un sillón, una mesa y un tacho de basura. Están iluminadas por una tenue luz roja. Volteo y otro cuarto muy similar al anterior con un teléfono “para emergencias”, dice Paul mientras juega con una cortina que separa cada habitación.

Son las diez de la noche y el local está lleno. Las voluptuosas féminas coquetean con el tubo de acero. Los clientes, entre carcajadas y el golpeteo de los vasos de cerveza, fijan la mirada solo en las bailarinas, una mirada morbosa, una mirada que desnuda, una mirada que desea a la bailarina sin ningún pudor.

Me veo reflejado en el gran espejo que está frente a mí. Me veo, con la cámara en la mano y pertenezco a ese ambiente. En ese momento soy un cliente mas para las bailarinas, Soy uno más sentado en los pequeños sillones con cubiertas de plástico casi gelatinoso. Soy uno más que ansioso fuma un cigarrillo mientras la mirada de la bailarina se posa en mí. Soy uno mas en ese ambiente que soporta el olor a orines y detergente sólo por mirar los sensuales movimientos de la bailarina que me mira.

Son las diez y veinte y preparo todo para ir a casa. Guardo la cámara me despido de Paul que, con una picara sonrisa, me da la mano. Camino hacia la puerta y de pronto todo parece volver a lo de siempre: autos, ruido, el vigilante de la cuadra que acurrucado en una esquina fuma un cigarrillo “para combatir el frío”; las luces rojas, la música sensual, las lentejuelas brillantes, los tacones altos parecen haber desaparecido de súbito; camino, un ebrio se tambalea sobre la vereda, seguramente un cliente que cayo rendido a los pies de alguna “charapita ardiente”, camino y me paro en una esquina, es tarde, tomo un taxi y mientras me alejo veo sólo el cartel de “Ropoggi” y esa tenue luz roja que lo alumbra.

1 comentario:

  1. "...la curiosidad puede más que la responsabilidad en este caso..."
    Y el vigilante del cigarrillo que siempre está presente en tus historias.
    =)

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